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Mostrando entradas de 2016

Poesía y alienación

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Desde hace un tiempo, algo que me parecía absurdo cuando era muy joven me parece más acertado: escribir poesía es una forma de la neurosis. Por lo menos, el tipo de poesía que me interesa. Yo escribo poesía para "atrapar" algo. No para reproducir de manera naturalista, aunque eso es también, a veces, un intento de atrapar. Sé, o creo saber, que las palabras pueden producir el mismo efecto que producen en mí las cosas. Se trata de una forma de imitación, de mímesis, que va más a la estructura que a la apariencia, si bien, como digo, sucede que la apariencia a veces da la idea de la estructura. Expresarme es entonces, para mí, lograr ese fenómeno o su efecto. No creo expresar algo propiamente mío en ningún poema porque lo "propiamente mío" no sé qué es, sino una participación para mí mismo desconocida en la estructura y movimiento de las cosas. Puede que esto comience a explicar el para qué y el por qué. Me refiero al sentirse parte del universo que nos ro

Joaquín Giannuzzi: El peso terrestre

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La última edición de la obra de Joaquín Giannuzzi que conozco la hizo la Fundación BBVA en Sevilla, España, en 2009. La compiló Jorge Fondebrider en Buenos Aires. La anterior es de Emecé, de Buenos Aires, y llega hasta 2000, año de su edición. Esta última no tiene prólogo, pero incluye en la solapa de la contratapa dos breves fragmentos sobre Giannuzzi, escritos por Daniel Freidemberg y Santiago Kovadloff. Si se piensa que su primer libro, Nuestros días mortales , fue publicado en 1958 por la influyente editorial Sur, con un breve comentario de H.A. Murena, y que la más reciente compilación de sus trabajos se publicó fuera del país, una cierta intriga comienza a rodear la historia de este autor cuya línea de vida y escritura parece tan nítida, tan claramente trazada desde los primeros versos del primer poema del primero de sus libros: "Este breve racimo / de uvas rosadas pertenece / a otro reino. / Yace, sobre mi mesa, / en la fría integridad de su peso terrestre..." To

El 45

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Cualquier hecho histórico, en sus formas materiales, podría ser tomado como símbolo o como el ícono de una época, o de su comienzo, o de su final. De modo arbitrario, pero a mi juicio significativo, tomo como símbolo del final de una larga época los hongos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, en 1945. Estoy persuadido que esas dos flores dantescas cierran un período de la humanidad al que necesariamente debemos fijar un comienzo en la caída de Troya, el exilio de Eneas y la fundación mitológica de Roma. No es poco, pero es imposible no ver en el bombardeo de esas dos ciudades japonesas un suceso jamás concebido por ningún sistema de creencias o de imaginación, en toda la historia humana. Los hongos atómicos dicen a la vez muchas cosas. Que la vida puede desaparecer en masa. Que la naturaleza íntima de la materia es divisible. Que acaso todo ha surgido de un punto de concentración y calentamiento. Que el desarrollo de los imperios sigue la misma lógica de la explosión atómica. Que la huma