La revolución de los templarios



Si la “revolución” de los templarios, soñada tal vez por San Bernardo de Claraval, se hubiese cumplido, Occidente sería otro. La trabajosa separación entre el espacio sagrado y la sociedad civil, que aportó sangre y racionalidad al mismo tiempo a la historia del mundo surgido de la caída de Roma, y que posibilitó la revolución burguesa, no se habría consumado.

Esta tesis es una ucronía, pero surge de una simple ampliación de la idea que sustenta la historiadora italiana Simonetta Cerrini en La revolución de los templarios (ed. El Ateneo, Buenos Aires). Cerrini pone la lupa en nueve documentos que rastreó en diversas fuentes para estudiar el origen de la primera orden monacal armada en la historia de la cristiandad. El objetivo es demostrar que, aceptado el marco de la dura lucha del clero por separarse del resto de los fieles católicos, los templarios, sobre quienes se han erigido tentadoras leyendas, fueron la expresión ideológica más acabada de lo contrario a lo que pretendían los clérigos: éstos no debían constituir una categoría especial -y superior- en la Iglesia de Cristo.

Es difícil saber si era ése su pensamiento cabal; mucho más evidente es la circunstancia de que, al constituirse como monjes en armas, rompían con la doctrina que dividía la sociedad cristiana -esto es, la Iglesia entendida como el pueblo de Dios- en oratores (sacerdotes), bellatores (guerreros) y laboratores (siervos). Al menos dos de esas castas, igualmente definidas por el obispo Adalbéron de Laon, hacia fines del siglo X, y por Gérard de Cambrai en 1024, quedaban subsumidas en la orden de Pauperes Conmilitones Christi Templique Salomonici (Pobres Compañeros de Cristo del Templo de Salomón), más conocidos como Templarios. Cerrini da un paso más: también a los laboratores incluía la orden, pues la carta fundacional de su primer maestre, Hughes de Païens (o de Paganis) a los suyos, sostiene: “Pes tangit terram, sed totus corpus portat” (el pie toca la tierra, pero lleva el peso de todo el cuerpo), con lo que, según la historiadora italiana, reivindica “la condición más baja”.

Si se sigue esta línea de análisis, bien puede entenderse que los templarios no se concebían como clérigos ocasionalmente en armas, ni siquiera como lo que llamaríamos hoy “brazo armado” de la Iglesia, sino como la Iglesia armada, algo apenas distinto en el plano verbal, pero sustancialmente diferente, y tan cercano ¡ay! a la noción de los ejércitos nacionales como “pueblo en armas” que en el siglo XIX el general prusiano Karl von Clausewitz diseminó por toda Europa. Y así debería ser entendido, si es cierto que en el espíritu de aquellos templarios alentaba la idea primordial de Pedro, el fundador de la Iglesia, que abarcaba a todos los creyentes: “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido…”

Los templarios. Una leyenda hecha de misterios, de austeridad, de coraje, de hermetismo. En las primeras páginas de la novela Ivanhoe, del imaginativo escocés sir Walter Scott, una comitiva de soldados atraviesa los valles del condado de York en épocas de la ausencia de Ricardo Corazón de León, ocupado en la Tercera Cruzada. La encabezan un prior, un integrante de la Orden del Císter y un hombre de mirada feroz, cubierto por un manto blanco, atravesado por una cruz, que no oculta del todo una cota de malla y una espada de dos filos. Es un templario, y causa temor. La Cábala, el Santo Grial, el tesoro del rey Salomón, y, finalmente, el culto de María Magdalena, el Priorato de Sión y otras -quizá- invenciones contenidas en la novela El código Da Vinci, de Dan Brown, se asocian a los “pobres compañeros de Cristo” desde mucho antes de que el novelista popular se ocupara de hacer con todo ello una trama quizá no tan delirante. Cerrini nos sugiere dejar de lado todas esas fantasías, por el momento, aunque da indicios fuertes de que la escatología, las ideas milenaristas y la propia Cábala no fueron ajenas a las preocupaciones de aquellos caballeros que “en su casa se instruyen en el santo silencio” y que “afuera permanecen impasibles ante el alboroto y el ataque militar”, según Anselmo de Havelberg.

Al sugerirnos que nos concentremos en la fundación y origen de los templarios, la historiadora sobrevuela la cuestión de cómo la Iglesia podía autorizar el uso de las armas a sus ministros sin que las muertes ocasionadas constituyeran pecado, y, con ello, el interesante debate que hoy llamaríamos del fin y los medios, pero que entonces se llamaba “de las intenciones”. ¿Es el hecho o la intención lo que constituye el pecado? ¿Qué sucede cuando las intenciones son altas y a favor de ellas se infieren muertes o daños? En su “Evangelio apócrifo”, nuestro buen Borges resumió: “El que mata por una causa justa, o que él cree justa, no tiene la culpa”, donde ya no tiene ingerencia la ley del Antiguo Testamento ni una idea platónica del bien sino un desbordado solipsismo.

Sobrevuela Cerrini la cuestión y nos lleva de cabeza al origen, la turbulenta frontera en la que entraban en contacto las milicias cristianas con las del islam: Tierra Santa, y más precisamente a nueve caballeros que a comienzos del siglo XII custodiaban como sombras un desfiladero al sur de Haifa. Nueve sombras protectoras de los peregrinos que se dirigían a Jerusalén. Nueve hombres duros que vivían de las sobras del hostal de San Juan, creado por los hospitalarios, una orden cuya finalidad era la protección de los peregrinos.

Al frente de aquellos estoicos se encontraba nuestro ya presentado Hughes de Païens, un miembro de la baja nobleza de Champaña o tal vez de Borgoña. De algún modo, Balduino II, el rey de Jerusalén –durante más de 80 años, como se recordará, los cristianos reinaron en la ciudad santa, además de crear otros tres estados en territorios cercanos-, se interesa por estos campeones, se entusiasma con ellos y les entrega como cuartel una residencia establecida cerca de la actual mezquita al-Aqsa, sobre las ruinas de lo que se suponía el antiguo templo del rey Salomón. De allí su futura denominación de Caballeros del Templo, o templarios.

Cerrini nos lleva a este punto pues, dice, era aquella frontera de la cristiandad un “laboratorio político y religioso”. En efecto, el papel de Balduino II en la creación de la primera orden religiosa y militar de los cristianos parece mucho más relevante que el del patriarca de Jerusalén, lo que demostraría que, pese a los esfuerzos de los clérigos en general, al menos en Tierra Santa los óleos iban y venían de la autoridad política a la religiosa. Lo sagrado era allí bastante inestable. Diríamos, para abreviar, que el Espíritu soplaba dónde quería. Y, como Cristo lo había dicho, no podía aseverarse que el Reino estuviera en un sitio preciso, sino que estaba entre todos.

Cierto es que Jerusalén necesitaba combatientes y armas. Sin embargo, los templarios no aportaban mucho en ese sentido: apenas nueve hombres que, con escuderos y otros acompañantes, sumaban 25. En la cabeza de Balduino II había, quizá, otra cosa. La cristiandad en armas. El ejército que en toda Europa los templarios podían poner en pie si aquella, su mística, su inquebrantable fe, su coraje, se contagiaba a miles de laicos combatientes que asumieran a la vez el rol de clérigos y militares.

Trescientos años antes había muerto Carlomagno, ungido emperador por un Papa: el primer emperador desde la caída de Roma. Con él se extinguían las pretensiones de la nobleza de administrar lo sagrado en concurso con el Papa. El sometimiento del clero por los príncipes y el Sacro Imperio Romano Germánico, en los siglos siguientes, desembocó en abierto enfrentamiento, que finalizó con el concordato de Worms, en 1122, en el que el emperador Enrique IV aceptó ante el papa Gregorio VII deslindar las esferas del poder religioso y del poder civil.

Señala acertadamente Cerrini: el concepto de laicismo nació como producto de una derrota, no de un triunfo. Los clérigos asumieron que eran los únicos llamados a ejercer la función intermediaria entre las cosas del cielo y las de abajo. Los laicos necesariamente quedaban en un escalón inferior, aun cuando formaran parte del pueblo de Dios. El laicismo es, históricamente, una creación del clero.

En aquel ambiente político, justamente en su margen crítico, la Cruzada, aparecieron los templarios. Que no habrían sido tan fuertes ni habrían obtenido tal vez la aprobación del Papa de no haber existido San Bernardo (1090-1153), el monje de la orden del Císter que fue la figura religiosa más importante y seductora de su época. A él, al parecer, le escribe Balduino II y le envía a Hughes en persona. Borgoñés, Bernardo tenía lo que llamamos, los laicos de hoy, carisma. Era conocido como el melifluo, que etimológicamente significa “el que destila miel”. Bernardo, “cazador de almas y vocaciones”, enemigo intelectual del racionalista Abelardo, opuesto a Platón y a Aristóteles, auténtico hombre de fe, era además un guerrero. Luchó políticamente en la Iglesia con el mismo vigor y la misma vocación de absoluto -pasó por encima de toda filosofía para abrazar de la idea de Dios- con que los templarios blandían las espadas. Por eso, se enamoró de la caballería sagrada. Y redactó la famosa De laude novae militiae (Elogio de la nueva milicia). Su influencia en la Iglesia fue, además, decisiva para que el concilio de Troyes se reuniera en 1128 con el único propósito de reconocer a la Orden del Temple.

Bernardo escribió: “Aspira esta milicia a exterminar a los hijos de la infidelidad... combatiendo a la vez en un doble frente: contra los hombres de carne y hueso y contra las fuerzas espirituales del mal.” Una caballería, entonces, de este mundo, pero también del otro. Reunían los templarios todos los ingredientes de una nueva mística, que a su juicio la época reclamaba. ¿Qué época? Pues un tiempo intermedio entre un mundo y el otro: “Conocemos tres venidas del Señor. Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia. Aquellas son visibles, pero ésta no. En la primera el Señor se manifestó en la tierra y vivió entre los hombres, cuando -como él mismo dice- lo vieron y lo odiaron. En la última ‘contemplarán todos la salvación que Dios nos envía y mirarán a quien traspasaron’. La venida intermedia es oculta, sólo la ven los elegidos, en sí mismos, y gracias a ella reciben la salvación (…) Gracias a esta venida, nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial.” (Sermón 5, en el Adviento).

Los elegidos de Bernardo, estaba claro, no eran aquellos que se elegían a sí mismos, sino los que recibían a Cristo de modo misterioso y secreto. Tanto daba que fueran oratores o bellatores, monjes o seglares. El mismo se sentía anfibio, aunque, en su juicio, eso era saberse entero: “Me siento una quimera, ni clérigo ni laico”, transcribe Cerrini.

Hughes, el maestre, habría de establecer la posición de los templarios respecto de la muerte del enemigo, en términos que iban incluso más allá de la cuestión de “las intenciones”. Pues, si bien argumentaba que eran éstas las que definían el acto, añadía que así como se cobraba una vida, el templario debía estar dispuesto a entregar la suya. Y si la muerte del malo no era muerte, pues en definitiva se combatía contra el diablo en él, había aun una razón más para armase: la defensa legítima de la Iglesia en la recuperación de su reliquia fundadora: el Santo Sepulcro. No por nada en la asamblea de Nablus, en Tierra Santa, en 1120 -nueve años antes del concilio de Troyes, en Francia, que legitimó a los templarios-, el rey Balduino II logró que la autoridad eclesiástica fijara este regla: “Si un clérigo toma las armas para la defensa, no sea considerado culpable”, recuerda Cerrini.

Se trataba, una vez más, de una decisión tomada en las fronteras de la cristiandad. El pueblo de Dios al parecer podía allí armarse, ordenarse o trabajar sin que existiera exclusión entre esas actividades. Habría que considerar no obstante, como señala Cerrini, el punto de visa de Alain Demurger, según el cual “la reflexión sobre la cuestión del ‘modelo’ musulmán no debe descartarse, pero debe referirse a la relación yihad/guerra santa, más que a la relación ribat/orden militar” (el ribat es la fortificación sagrada de voluntarios que practican temporalmente la yihad como servicio).

Diez años después de la oficialización en Troyes, una bula estableció que los templarios estaban bajo el mando directo del Papa. Su influencia se extendió doscientos años. Poseyeron, en Europa y Medio Oriente, decenas de castillos, tierras, granjas y molinos y un control tal del tráfico a Tierra Santa que les permitió hacerse transportistas de bienes y aun banqueros. Fueron el modelo de otras órdenes armadas.

Terminaron perseguidos por el poder laico. Felipe IV de Francia excitó al papa Clemente V a iniciar un proceso contra los templarios por herejía y sodomía. El proceso comenzó en 1307 y se llevó a cabo antes que de que el Papa lo autorizara. En su transcurso el último maestre de la orden, Jacques de Molay, y decenas de sus conmilitones, confesaron bajo tortura. Clemente V se resolvió a disolver la Orden del Temple  y entregar sus bienes a los hospitalarios, pero nunca la condenó. Tomó en sus manos el juicio contra los principales templarios y dio a Molay la oportunidad de arrepentirse en público. Pero éste, desde una tarima, negó su confesión y declaró la inocencia de él y de sus compañeros. Fue quemado junto a Geoffroy de Charney, preceptor de Normandía, frente a la iglesia de Notre Dame en París, en marzo de 1314. Un mes después, moría el papa Clemente V. Tenía junto a su cama dos ejemplares de la Regla del Temple. Su muerte, como asimismo la de Felipe, fue predicha por Molay desde el cadalso: las dos se cumplieron en los términos proclamados por el caballero, ese mismo año.

Que Felipe IV ambicionara hacerse o no de los fondos de los templarios es una cuestión menor. El inicuo aplastamiento de la Orden eclipsa el mundo de los guerreros a caballo entre una vida y otra, aleja lo sobrenatural de la vida ordinaria, abre una nueva puerta hacia la bien distinta función de administrar lo sagrado y administrar lo humano y restituye el laicismo por cuya senda andamos, encontrándonos de vez en cuando con cruzados de pacotilla.

Jorge Aulicino
Revista Ñ, 2008

Ilustración: pintura en el castillo templario de Gardeny, Cataluña

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