La racionalización del capital


En un breve trabajo sobre las nuevas formas de expansión del capitalismo, Elmar Altvater predice una sociedad “solar”. No dice cuál será el sujeto de ese cambio.


Qué sucederá en el mundo si la clase obrera no obtiene su conciencia de sí y para sí? Tal vez la pregunta sea pretenciosa, pero se me ocurre adecuada cuando de lo que se trata es de considerar las actuales crisis del capitalismo. Marx no podría haber aceptado que la clase no llegase al estadio de conciencia. A sus ojos, tal cuestión era matemática. Para aquel tremendo químico de la historia la conciencia de clase advendría tan inexorablemente como se obtiene agua si se unen dos átomos de hidrógeno con uno de oxígeno. Esto es si, como su maestro Hegel razonaba, la historia fuera iluminación de la conciencia en los hechos.

El hegelianismo remanente de Marx es lo que le permite al politólogo alemán Elmar Altvater en  Los límites del capitalismo [Ed. Mar Dulce, Bs. As., 2011] iniciar el análisis de la crisis contemporánea desde la perspectiva de Roxa Luxemburgo, quien, en La acumulación del capital (1912) buscó explicar aquello que el padre fundador no había logrado resolver en Das Kapital: la extensión sin fin del capital a costa de formaciones precapitalistas en países no suficientemente desarrollados. Es decir, cuando un militante verde como Altvater examina la crisis y su solución histórica, no toma por el lado de la falta de aquel “sepulturero” del capitalismo que en la visión marxista era la clase obrera. Intenta ver la falla en la que caduca la ley enunciada por Marx.

Conviene aquí leer el subrayado de Altvater: el capitalismo de Marx sólo funciona en condiciones ideales de laboratorio y se resuelve en un ámbito enteramente capitalista, por sus contradicciones y no por otras, externas. No podía prever algunas cuestiones como las planteadas por Luxemburgo: capitalismo y no capitalismo conviven, y el primero necesita del segundo. Se olvida Altvater de una cuestión principal: el hecho de que Marx elaboró su tesis en la cuna de la revolución industrial. Su laboratorio era un laboratorio vivo. Allí el capitalismo podía y debía agotar su ciclo en sí mismo. Y su expansión no podía ser vista sino como perduración del sistema en una cinta de Moebius: acumulación a costa de propagar la peste de la crisis cíclica. Esa posibilidad entrañaba una putrefacción de la historia, nada hegeliana. En realidad, nada cristiana, pues no comprendía la revelación (apocalipsis), el juicio y la purga (en su sentido de depuración). La conciencia  de clase necesariamente naufraga en esa perspectiva.

Lenin, como es sabido, reacomodó las cosas: precisamente  la creación de mercados periféricos que proveyeran a la acumulación permanente preservaba el núcleo central del capitalismo pero debía hacer estallar el “eslabón más débil”, que para Lenin, en el panorama de las primeras décadas del siglo XX, no podía ser otro que Rusia. Bien, pero si la crisis estallaba en lo más débil, no en el centro, ¿cuál era la conciencia de la clase para sí que la clase obrera de los países industriales podía adquirir de manera que todo el sistema se precipitase en su contradicción final? ¿Quién podía garantizar que las cosas funcionaran como Marx preveía? Lenin respondió: la vanguardia del proletariado. No ya la clase: el Partido. Y por un momento, por un breve momento, las cosas anduvieron. Un Estado ideal, un Estado justo, un Estado a-histórico, se elevó sobre el mundo como una nueva Jerusalén.

Pero Altvater, representante del pensamiento renacido en las ruinas del Muro de Berlín, cita a Luxemburgo y no a Lenin ni a Marx directamente. Por otra parte, un prejuicio lo traba para llevar adelante el debate sobre la crisis del capitalismo: el prejuicio sentimental. Y lo que empieza en una crítica más o menos sumaria a las condiciones ideales de reproducción del capital termina en una débil apelación a la racionalidad del género humano.

El prejuicio sentimental

El prejuicio sentimental de Altvater es que una suerte de maldad intrínseca del capitalismo lo lleva a arrojarse sin cesar sobre estructuras no capitalistas de las que se nutre y a las que diseca, como un vampiro. Y con ellas, al medioambiente y los recursos naturales. Altvater cae en trance y avizora el viraje a una economía “solar y solidaria” de la que no se dice si será capitalista o socialista, pero sí que parece inevitable a los ojos de la razón. En cuanto al sujeto de ese cambio, Altvater señala de manera contundente, pero totalmente inconcebible: “...la naturaleza marca hoy sus fronteras [las del capital] y está representada por los movimientos sociales que, articulados políticamente, constituyen el sismógrafo que mide los topes ambientales”. Un momento: la naturaleza marca sin dudas los límites del capitalismo, límites no previstos ni por Marx ni por Rosa Luxemburgo, pero, ¿por qué no iniciar a partir de aquí un debate sobre cómo el capitalismo se comportará ante condiciones –no previstas por nadie, en realidad– que estrangulan su funcionamiento, y qué probabilidad tiene la revolución , es decir, el fin del sistema? Desde luego, esto exige concebir el capitalismo de manera técnico-objetiva, como lo hacía Marx en su banco de pruebas en Londres.

Acabáramos, podría exclamar Altvater, ¿entonces hay que probar que las cosas son “objetivamente malas”? Y así tentado, glosa a Karl Polanyi para decir: el capitalismo neoliberal (el capitalismo sin más, acotemos) es una anomalía histórica; todos los pueblos de la antigüedad tuvieron reglas de reciprocidad y redistribución ... Además el capitalismo internacional no es el resultado “necesario” de la historia sino que tiene que ser impuesto violentamente por el aparato del Estado...Stop. No necesitamos pues a Marx en lo absoluto, ya que el capitalismo imperial no surgió de una necesidad histórica y los estadios anteriores ocurrieron en paraísos de reciprocidad, sin matanzas ni religiosas ni patrióticas ni de clase; pero ¿por qué empezamos entonces por la crítica de Luxemburgo a las ideas de acumulación de capital de Marx? No lo sabemos. Y desde aquí el debate sobre aquello que el marxismo no previó, acerca de la acumulación y sus límites ecológicos, carece de sentido. En realidad, todo se convierte en el paper de una OGN dirigido a conmover al capitalismo en pro de una “deconstrucción [¡vaya!] de las instituciones responsables de la iniquidad internacional, como el FMI, el Banco Mundial o la OMC, para otorgarle poder a pequeñas instituciones locales”. Esa sería la alternativa de máxima: banqueros y estados centrales “deconstruyéndose” porque de otro modo seguirían dañando el ecosistema y a los pueblos periféricos, cosa que, como se sabe, sensibiliza mucho a los banqueros y a los estados centrales. La otra alternativa sería cambiar a las calificadoras de riesgo por una ONG equitativa. Con una diatriba contra las “inaceptables” calificadoras de riesgo termina Los límites del capitalismo. Desconcertante.

La consecuencia más grave de la metamorfosis de las formas capitalistas clásicas tal vez sea la pérdida del sujeto proletario en una homologación de clases –en gestos, indumentaria, apariencias– dictada por la “épica de la propaganda televisiva”, como vio Pier Paolo Pasolini en los 70. Grave para la clase media que tiene una relación sentimental con el proletariado, el planeta, las ballenas y las mascotas; gravísima para el proletario, que no sólo ha perdido su fisonomía sino también su función histórica. Al menos hasta que la crisis desate su conciencia, tal vez bajo formas tampoco previstas y todo vuelva a funcionar al modo clásico. Si no, habrá que esperar que el capitalismo se racionalice por su cuenta, como espera Altvater.

Jorge Aulicino
Revista Ñ, 10.12.2011

Foto: Río Sabarmati, India. Associated Press

Comentarios

Entradas populares de este blog

Si esta es la hora, no está por venir

Rembrandt, el oscuro

“Yo nací un día que Dios estuvo enfermo”: Cómo César Vallejo se volvió uno de los mayores poetas latinoamericanos