Las huellas de Pablo Neruda


Nada aquí [2003], en Isla Negra, huele a sombra. Todo parece rústico confort en este escenario ingenuo, barroco, churrigueresco, recopilado en mercados de pulgas, con los consabidos mascarones de proa y los mapas, las botellas de mil formas, las caracolas, la colección de gigantescos escarabajos, fascinantes bestias, mezcla de atroces mandíbulas con colores de amaneceres y ágatas. Objeto sobre objeto, ¿y el hombre dónde estuvo?, podría decirse, parafraseando el canto a las ruinas de Machu Picchu. Aquí, bajo estos mascarones de proa, recostó Pablo Neruda su gruesa anatomía: aquí, sobre las maderas entarugadas que pisamos, anduvieron sus zapatos cuando recorría las habitaciones con su andar flebítico. Aquí agonizó. En otra de sus casas, en Valparaíso, veremos mañana las manchas de tinta verde de su lapicera en la banqueta en que reposaban sus pies. El hombre estuvo, pero ¿qué es, Señor, esta gigantesca celebración de un ego a quien los objetos debían venerar como a un dios? Este abrumador museo que ahora recorremos entre turistas y guías perfectamente entrenados, junto a las parvas y violentas rocas del Pacífico, esta juguetería, debe transmitir algún mensaje. Veamos. Se diría que el habitante de esta casa no fue protagonista, o al menos testigo muy próximo, de una de las etapas más irracionales de la historia contemporánea: la de la gestación, ascenso y apoteosis del fascismo. Probablemente, Pablo Neruda no se haya sentido nunca más cerca de un peligro mortal que en aquellas noches en que vio tras un mosquitero, en la duermevela, la figura de Josie Bliss con un cuchillo malayo en la mano. La enamorada del poeta en Rangún (1927), la "pantera birmana" enferma de celos, fue el disparador de uno de los poemas más conmocionantes de la literatura en habla española, el "Tango del viudo" ("Daría este viento de mar gigante por tu brusca respiración oída en largas noches sin mezcla de olvido... Y por oírte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa, como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada..." ). En cambio, estaba en Madrid en 1936; tenía 32 años; la pantera birmana era sólo un recuerdo y el estallido de la Guerra Civil le sugirió en primer lugar una explicación, muy hermosa, acerca de por qué no seguiría hablando de lo que hablaba (las lilas, la metafísica cubierta de amapolas, la lluvia que a veces atravesaba sus palabras llenándolas de agujeros y pájaros). La sangre por las calles le hace exclamar los nombres de sus amigos: Rafael (Alberti), Raúl (González Tuñón), Federico (García Lorca, ya "debajo de la tierra"). Y entonces dice, y qué bien puestas esas dos palabras, llenas de perplejidad, de dolor y de odio: "Generales, traidores"; quizás —esas dos únicas palabras—, el panfleto mejor que se haya escrito en aquellas circunstancias. El poeta chileno y sus amigos pusieron sus armas al servicio de una esperanza que llenaba sus vidas. No era la única forma de ver las cosas. El peruano César Vallejo sintió que sobre el mundo se desataba una tormenta bíblica: "Qué temprano en el Sol lo que os decía". Neruda escribió versos y panfletos con mucho menos trabajo, quizá, que el que le demandó realizar sus fabulosas colecciones de objetos desahuciados. Los versos parecían brotarle "como agua de manantial", como a Martín Fierro. Sus tres catedrales de reliquias de montepíos (las casas de Santiago, Valparaíso e Isla Negra) parecen un enorme y meticuloso esfuerzo destinado a erigir un mito amable. ISLA NEGRA, 1939. Suceden "derrumbes de turquesa" frente a las ventanas del dormitorio del poeta, abierto al Pacífico. En la mesa de luz de Ricardo Eliezer Neftalí Reyes Basoalto (Pablo Neruda), hijo de ferroviario, hay un catalejo. La cama está puesta en diagonal, de manera que enfrenta los dos ventanales que se juntan en el ángulo noroeste de la habitación. Los trámites de compra de esta cabaña ubicada en la playa Isla Negra (no hay isla ni nada negro alrededor ni dato alguno acerca de por qué se llama así al paraje) los hizo Delia del Carril, mujer de hermosa figura, hija de una rica familia radicada en la Argentina desde el siglo XVIII; hermana de Adelina del Carril, la mujer de Ricardo Güiraldes. Una aristócrata comunista que organizó la vida social y práctica de Pablo durante 20 años. Ella tenía 50 cuando conoció al poeta en España, e irradiaba. En 1973, cuando este cronista estaba en Chile, los viejos trabajadores del Partido Comunista y sus mujeres amaban aún a la Hormiguita, el apodo con que se conocía a Delia. Ella seguía refugiada en Michoacán, la primera casa que tuvo con Neruda, en Santiago, no bien él dejara a su primera mujer, la holandesa María Antonieta Hagenaar, a quien había conocido en Ceilán. Delia vivió más de cien años. Habían pasado siete años desde la compra de esta cabaña, que se prolongó en sucesivas estancias de madera con techos de chapas a dos aguas, cuando Neruda conoció a su tercera y última mujer, Matilde Urrutia. Fue la mujer que lo acompañó en el exilio en 1949, cuando la persecución del gobierno de González Videla al Partido Comunista. Es difícil no pensar que Neruda comenzó a construir aquí no sólo un lugar recoleto para trabajar sino también una serie de íconos para que se erigiera su leyenda. De hecho, la veleta con el pez, que se luce en lo alto de Isla Negra, es el logotipo de la Fundación Neruda e identifica el merchandising que se ofrece en las casas museo del escritor, diplomático y militante que comenzaba a ser célebre después de la Guerra Civil española. Los techos de las extensiones de Isla Negra tienen forma abovedada, para recordar los barcos. Y hay aquí varios barquitos en botellas, entre otras alusiones marineras, desde los mascarones de proa hasta el ancla que se oxida sobre el roquedal de la costa, y desde los crujidos de la madera hasta el bote encallado para siempre junto a la casa, en el que Neruda servía bebidas a sus amigos. Neruda no era marino y quizá tampoco viajero. Su poesía es de tierra, y él era consciente de eso. El lugar más humano de la casa es su escritorio, la Covacha, un rincón que evoca las cabañas del sur. La pequeña mesa de trabajo del poeta es una tabla carcomida que el mar arrojó a la costa. Este es un dato genuino en la fábrica del mito. En la antigua frontera chilena, esa devolución del mar sin duda hubiese sido reciclada como mesa o combustible. Una viva inteligencia le permitió a Neruda comprender que se puede mencionar el mar en un poema, pero nadie escribe como el mar. Se puede amar el océano y componer versos ante él, pero ¿quién puede hablar con su potente misterio? Isla Negra es, pues, un homenaje ingenuo al mar o una burla pueril a la imposibilidad. LA CHASCONA, 1953. Bella Vista es un barrio de Santiago al pie del cerro San Cristóbal. Si usted mira el cerro desde el barrio de Providencia, por ejemplo, lo verá envuelto en una neblina inmóvil y malsana. Si desde la falda del cerro mira la Cordillera, que debería verse, imponente, hacia el Este, pues no la verá. También verá niebla. Las noticias le dirán que no está usted en un valle humoso del Orco, sino en una ciudad cubierta de smog. Bella Vista es un lindo barrio, poblado de restaurantes y discotecas. Son casas viejas casi todas. En las veredas venden artesanías. La perla cultural del barrio es La Chascona, la casa de Neruda. Está a cuadra y media del antiguo restaurante Venezia, donde él solía ir a comer. La Chascona fue dedicada a Matilde Urrutia. El poeta comenzó a construir una casa en la falda del San Cristóbal para encontrarse con su amante, mientras vivía los últimos años de su matrimonio con Delia del Carril, que le llevaba veinte. Neruda tenía 49; Delia, 68. En Chile llaman chascón al que tiene el pelo greñudo, enredado. Matilde tenía una imponente mata de pelo. El mexicano Diego Rivera la pintó con esa severidad desamparada de su rostro y ese pelo rojo altivo y llameante, en el que dibujó, secreto, el perfil de Neruda. Allí está ese cuadro, en La Chascona. "Chillaneja fragante", "madre"; "ráfaga de rosal"; "amor de otoño"; "presente y futuro". El poeta no le ahorró palabras: éstas y muchas otras fueron recopiladas en el sitio de Internet de la Fundación Pablo Neruda. Extraordinaria capacidad de palabra tenía Neruda, y con ella se adaptaba fluidamente a las cambiantes exigencias de su militancia. Escribió en los cincuenta un poema de amor a Stalingrado, escenario de una batalla tan cruenta como simbólica, en las que se moría con el nombre de Stalin y el de la patria en la boca. Otras palabras le servirían luego para cantar —el término es justo, aunque resulte paradójico— su decepción del georgiano, luego del XX Congreso del PCUS que censuró el "culto a la personalidad". Neruda vio entonces (¿no los había visto antes?) aquellos crueles "bigotes de tigre sobre la nieve". Neruda empezó, pues, a construir habitaciones. Las del frente, que miran hacia adentro, con pequeñas ventanas y un pasadizo secreto que conducía a un dormitorio. Subiendo la falda del cerro, habitaciones aéreas, envueltas en enredaderas, desde las que se veía la cordillera nevada, no el smog postpinochetista. La Chascona es una casa-poblado, una casa-aldea colgada del cerro, unida por escaleras empinadas al aire libre, que su dueño, ya aquejado de flebitis, debió recorrer lentamente, deteniéndose quizá una estación entera del año en cada sector. LA SEBASTIANA, 1959. El puerto de Valparaíso, estratégico en tiempos de la colonia y durante la Revolución Industrial, flota en la costa del Pacífico como en un tiempo sin tiempo. Sus edificios principales, cavernosos; sus fondines oscuros y sin fondo, parecen patrimonio del pasado y de un futuro deteriorado, caprichoso muestrario de todos los siglos, expuesto al salitre y al óxido. Pero luego están las casas, colgadas de los cerros, se diría cajas de fantásticas mercaderías apiladas y olvidadas. Allí también el poeta decidió tener una casa. La construyó de modo que dominara la bahía, pero al borde del barranco, en una posición precaria, como un palomar o un mirador. De hecho, y según consigna la información del sitio Pablo Neruda en la red, "la casa quedó deshabitada largos años, por absurda, peligrosa y poco funcional". Para pasar del recibidor al living, y del living al dormitorio, y así, hay que subir escaleras. Desde el último piso, donde está el escritorio, se divisa nítidamente el puerto. La terraza, nunca habilitada, estaba destinada a "cancha de helicópteros y posibles astronavegaciones". Neruda buscaba "una casita para escribir y vivir tranquilo" (¿pero no era para eso Isla Negra?) y terminó construyendo, con puertas y azulejos de demoliciones, un objeto arquitectónico insostenible. Aquí hemos de encontrar también barcos, botellas de colores, marinas; se destaca un caballo de calesita en el living. La casa ha de crujir en forma cuando sopla el viento del Pacífico, pero es, con todo, y si se olvida su caprichosa estructura, la más sobria de todas, parecida a cualquier casa de una pareja intelectual y moderna de clase media de cualquier país occidental: muebles antiguos en un ambiente informal, ventanales, "guiños" culturales —como el bar, con sus chucherías de feria americana. Es éste el último rastro edilicio de Neruda. Había pasado poco más de una década desde que comenzó a construir La Sebastiana, cuando recibió el Premio Nobel. Eso fue en 1971. Dos años después, la noche caía sobre la izquierda chilena y sobre su vida. La casa de Valparaíso sería la más salvajemente golpeada por el alzamiento militar de 1973. En La Chascona, de Santiago, taponaron la acequia que discurría junto a los ventanales de las habitaciones inferiores y las inundaron. La mesa de araucaria que el poeta había mandado a construir in situ (no hubiese pasado a través de las pequeñas puertas), tiene huellas de golpes y quemaduras. Neruda, que tenía cáncer, murió a los doce días del golpe, a las 22.30 del 23 de setiembre, en una clínica de Santiago. Lo velaron en las habitaciones altas de La Chascona. Sus últimos meses los había pasado en Isla Negra. Allí, en 1992, fueron finalmente enterrados sus restos, junto a los de Matilde Urrutia. Poco más arriba de su tumba, que mira al Pacífico y sus coronas de espuma, pervive una planta que amó, el agave de duras hojas que se aferra a la tierra áspera y a la roca para resistir el viento del mar. Este matorral agreste, solitario, tenaz, voluntarista, quizá represente mejor que nada el fondo de su alma. Tal vez sea un signo del desamparo y la fuerza de los que nacieron sus mejores poemas.

© 2003 Revista Ñ y Jorge Aulicino
Foto: Mascarones de proa, Isla Negra, © Fundación Pablo Neruda

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