Un ángel y el culo de la diosa


Viernes 28 de Marzo de 2008.

Me detengo en “La Venus del espejo” (1648) de Diego de Velázquez en el fascículo 4 de “Las mujeres más bellas de la pintura”. Es una obra originariamente editada por Rebo International de Hamburgo, y reeditada por la revista Viva de Clarín. Así que no sé a qué editor atribuir la siguiente confusión que me atrevo a decir es reveladora para la poesía entendida como el arte dentro del arte, o como el arte del arte:
“Aparece -la Venus- tendida sobre un cobertor azulado, rodeada de un cortinado que le confiere a la recámara un aire de teatralidad, mientras un niño alado, Cupido, sostiene un espejo. Tradicionalmente cargado con un arco y un carcaj con flechas, aquí el pintor español optó por plasmar al ángel desprovisto de esos elementos….”
Cupido, como es bien sabido, no es un ángel. Es un dios en la mitología griega arcaica, y un genio o espíritu en la época platónica, y uno de los niños divinos, o niños del Olimpo, como Ganímedes, en épocas posteriores. Se llamaba Eros. Cupido es su nombre romano. Para los arcaicos, Eros nació directamente del caos y es una fuerza elemental del universo (cf. “Diccionario de mitología griega y romana”, de Pierre Grimal). En tiempos de Platón, y merced a éste y su mención expresa en el “Banquete del Amor”, comenzó a ser tenido por hijo de Afrodita (precisamente, Venus, para los romanos). Los griegos de tiempos posteriores a Alejandro lo proveyeron de carcaj y flechas, ya que producía disturbios y heridas en el alma de quien se cruzara ante su arco. Así, de fuerza elemental devino en un hijo travieso de Afrodita, un daemon, un geniecillo, más cercano a los duendes célticos que a los grandes dioses y a las grandes fuerzas cósmicas. Sigmund Freud revalorizó a Eros, lo convirtió en una de las dos grandes fuerzas del alma: como deseo o pulsión de vida lo puso junto a Tánatos o el deseo de muerte, de aquietamiento, en una de sus obras más atrayentes, “Más allá del principio del placer”.
Así pues Eros no es un ángel, quede claro. Y tal vez porque en el cuadro de Velázquez sí lo es, aparece justamente sin carcaj ni flechas. Por lo que, mediante el error, el redactor o el editor de este fascículo obtiene la verdad del cuadro: el personaje que sostiene el espejo ante la mujer recostada sobre su flanco, de espaldas al observador, es un ángel, no el hijo de la mujer tendida, menos aun una fuerza primitiva del universo.
Todas las monografías sobre el cuadro que pueden hallarse en materiales de divulgación llaman, al ángel, Cupido, pero no existe una fuerte razón para considerar que se trata de él, salvo la asociación natural con Venus. ¿Y estamos de veras ante una diosa? Si el ángel fuese Eros, ¿por qué Velázquez lo pinto sin flechas? Y por otra parte, ¿qué motivos hay para que se muestre solícito con su madre, y qué significan las cintas depositadas sobre sus muñecas y en parte sobre el marco del espejo? ¿Son algo más que un elemento rococó, ornamental?
Ese ángel, uno de los tantos que poblaron la pintura italiana –Velázquez pintó el cuadro en Italia o bajo la influencia de los italianos-, es el único elemento sobrenatural de una obra naturalista y de un vivo erotismo muy terreno. ¿Qué nos autoriza a pensar que Velázquez quiso pintar a la diosa y no a una mujer hermosa, pero mortal, a la que llamó Venus figuradamente, así como hoy decimos de una mujer muy bella que es una diosa?
Como la poesía, el arte en general se escribe sobre un palimpsesto, una escritura debajo. En este caso, y así debería ser en cualquier poema, en cualquier cuadro, la mención mitológica funciona a pleno, y de nada valen las evidencias de un ambiente mundano –el cobertor, los cortinados, el cuerpo mismo–: he aquí a Venus (no a una Venus), y he aquí a su hijo, Cupido, no un ángel. Pero he aquí, sobre todo, y por esa “confusión”, a una bella mujer en toda su plenitud.
Siendo aun el ángel un elemento sobrenatural –podría no obstante, y dado el registro naturalista del cuadro, ser un chico disfrazado, ya que ni siquiera vuela, su rodilla izquierda se asienta firmemente en el reclinatorio– habríamos de derivar otros sentidos de ello: el descenso de un enviado celeste para que la mujer admire la belleza de su propio rostro y, el espectador, su reverso, su hermoso culo. Pero ese ángel no es sobrenatural: es simplemente artificial. Es casi irónico, sino una mascarita. El cuadro no cree en ese ángel. Pero el cuadro funciona gracias a él: la escena realista y deslumbrante, es, por él, mitológica. Sin que el ángel sea Eros ni la mujer Afrodita.
Más de tres siglos antes, casi cuatro, Guido Cavalcanti (Florencia, 1250-1300) había escrito un poema en el que, del mismo modo eficaz, realista, funciona un artificio mitológico. De manera tal que la realidad se hace más real y el mito se convierte en carne.
Con él os dejo:

O tu, che porti nelli occhi sovente
Amor tenendo tre saette in mano,
questo mio spirto che vien di lontano
ti raccomanda l’anima dolente,
la quale ha già feruta nella mente
di due saette l’arcier sorïano;
a la terza apre l’arco, ma s’ piano
che non m’aggiunge essendoti presente:
perché saria dell’alma la salute,
che quasi giace infra le membra, morta
di due saette che fan tre ferute:
la prima dà piacere e disconforta,
e la seconda disia la vertute
della gran gioia che la terza porta.

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Oh tú que a veces traes en la mirada
Amor con tres saetas en la mano:
mi espíritu que viene de lugar lejano
te encomienda mi alma atormentada.
La que fue herida ya en la mente
por dos saetas del tirador probado:
con la tercera tiende el arco, demorado,
que no me alcanza estando tú presente.
Esta sería la salud del alma
que yace en el suelo casi muerta
por dos saetas que abren tres heridas:
la primera da placer y desconsuela,
la segunda desea la alegría
que trae la tercera flecha cuando vuela.
(Versión de J. Aulicino)

Jorge Aulicino
El Estante Maldito, blog de la revista Ñ

Ilustración: La Venus del espejo, c.1647-48, Diego Velázquez

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