Piratas del Caribe


En abril de 1884 el novelista Walter Besant pronunció una conferencia en Londres sobre “el arte de la ficción” que enseguida se publicó como fascículo en un periódico. Ese hecho significó mucho en la historia de la literatura inglesa por dos motivos: primero, porque los que entonces no tenían más estatus que el de un guionista de televisión en nuestra época encontraron un vocero muy popular e influyente para sus aspiraciones artísticas; segundo, porque produjo el mágico encuentro de dos maestros en el escenario de una polémica: Henry James y Robert Louis Stevenson. James, en un artículo publicado en septiembre de aquel año, respondió al enfoque realista, y sobre todo moralista, de Besant, usando como título de su nota el mismo que Besant había puesto a su conferencia: “El arte de la ficción”. Stevenson intervino a fines del año apuntando más a James que a Besant (aunque no estaba de acuerdo tampoco con éste), con su artículo titulado “Una modesta reconvención”; reconvención a quien consideraba un maestro, y que desde entonces sería además un amigo. James le llevaba apenas siete años al narrador de 34 que el año anterior había publicado la primera de sus novelas importantes, La isla del tesoro. Interesa aquí aquella brillante “arte poética” sobre todo por este párrafo: “Para el niño, el carácter es como un libro cerrado; para él, un pirata es una barba, unos pantalones amplios y un generoso complemento de pistolas” (El arte de la ficción, Besant, James, Stevenson, Universidad Autónoma, México, 2006).

Mientras defendía la ficción como “una simplificación de algún lado o aspecto de la vida, que se sostendrá o caerá según su significativa simplicidad”, Stevenson definía el carácter, la figura, el “libro cerrado” del pirata, del modo en que se lo conoce en todo Occidente y en el que ya se lo conocía, evidentemente -los niños sobre todo-, en la época de Stevenson. Prescindía, y lo confesaba, de ampliar demasiado los rasgos gruesos del carácter de un personaje, pues “hacer correr la liebre de los intereses morales o intelectuales mientras estamos persiguiendo el zorro del interés material, no es enriquecer sino ablandar la historia”.

Un año antes, y gracias al método de no dejar correr la liebre de los intereses morales o intelectuales, Stevenson había presentado al público, con cuatro pinceladas, el personaje más moralmente ambiguo de las novelas de aventuras de todos los tiempos: el “capitán” John “Long” Silver, el pirata del loro en el hombro y la pata de palo.

Stevenson tenía la percepción exacta sobre cómo se forma el significado polivalente de los mitos: la escasez de rasgos es lo que les da precisamente su riqueza. Gracias a Stevenson, quien no inventó el mito sino que supo cómo describirlo, la palabra pirata tiene aún “un sonido repentino y amenazador”, más allá de sus versiones románticas, como escribió Joel Baer en Los piratas de las islas británicas (Grupo Editorial Tomo, México, 2007). El mismo sonido ambiguo que compone la palabra “Silver”, y el mismo contenido moral neutro que conservan los registros de la Armada Real inglesa.

La república de los piratas, de Colin Woodard (Crítica, Barcelona, 2008), ha venido aparejado al éxito de las hasta ahora tres secuencias de la película Piratas del Caribe, de Gore Verbinsky, con Johnny Depp, confirmando, con una cantidad de información detallada, sólida y abundante, que entre un auténtico pirata y Jack Sparrow no hay demasiada diferencia ni en los aspectos morales ni en los de indumentaria. En cuanto al universo mental y político del pirata del Caribe, poco es lo que dice el mito, y con él la película; el libro de Woodard dice mucho más, y no logra desarticular la figura que la imaginación popular plasmó en tres siglos, y que Stevenson puso en acción de manera inolvidable.

Woodard, nacido en Maine, cerca de las costas en las que merodearon piratas en el siglo XVIII, ha revuelto archivos de todo tipo y arma un cuadro coherente, nada alejado del mito, con sólidos fundamentos documentales. Con razón, dice en su prólogo: “Aun siendo tan atractivas como resultan sus leyendas (…) es la auténtica historia de los piratas del mar del Caribe la que nos cautiva sin remedio”. Tal vez puede atribuirse esa fascinación, en parte, a un rasgo de estilo, el de los documentos oficiales, similar al que exhibe la novela de Stevenson.

Woodard ha frecuentado diarios de a bordo, cartas, órdenes, registros portuarios y aduaneros, actas de bautismo, sentencias judiciales y otros papeles de la época, sobre todo de los Archivos Nacionales del Reino Unido y de las ciudades de la Costa Este de los Estados Unidos. Los documentos son lacónicos y apenas se prestan para extraer de ellos caracterizaciones morales fuertes. Esto no impidió que en Piratas en guerra (Melusina, Barcelona, 2004), el británico Peter Earle, quien se ha basado en esa clase de documentos, incluso los mismos, escribiera: “… yo mismo soy susceptible de sentirme atraído por el encanto y el espíritu de los piratas (…) No obstante, fui educado en el respeto por la armada y mis instintos están del lado de la ley y el orden”. Earle parece hablarle a Woodard, quien aún no había publicado su libro, cuando dice: “…son perfectamente capaces [los historiadores] de escribir libros serios, realistas y bien documentados sobre los piratas, aunque ello no les impida mostrar su admiración por el individualismo y el radicalismo de sus infames personajes”. Y Woodard contesta, no sabemos si a conciencia, con un libro realista y bien documentado, un relato histórico en el que la Armada que respeta Earle no parece menos cruel ni más moral que las bandas de piratas, en muchos sentidos; por sobre todo, revela que la Armada, que no logró capturar ni a uno de los jefes piratas del Caribe, fue a la vez una de las causas principales de la piratería, un caldo de cultivo perfecto.

Una sola página de Woodard, la que reproduce una lista de precios y salarios a principios del siglo XVIII, bastaría para explicar el fenómeno de los piratas en América central y su borrosa ideología. Un marinero de la Armada recibía de 11 a 15 libras esterlinas anuales, menos que un maestro de escuela; un capitán de la marina mercante, 65 libras anuales. Cualquier asalto en el mar podía dejar cientos y miles de libras, en efectivo y en mercancías, sin contar el valor de los barcos asaltados, que a veces eran robados pero otras veces no: se los quemaba, no pocas veces se los dejaba a sus tripulantes. Pero además, la disciplina en los barcos mercantes y militares era sádica; la comida, nauseabunda; y la paga se retenía con el fin de que la tripulación no abandonara el servicio al término de un viaje, pues los marinos escaseaban. El que cometía desobediencia podía ser azotado; los delitos más graves (el amotinamiento, por ejemplo) se castigaban con la horca. Los oficiales pegaban a sus hombres con bastones de ratán si no se movían con suficiente velocidad en el trabajo. Las muertes por escorbuto y disentería a causa de la pésima alimentación se cobraban altos porcentajes de la tripulación en cada travesía transoceánica. El propio Earle reconoce el autoritarismo y la dura disciplina en “algunos” mercantes.

Los datos que maneja Woodard son vitales para entender el porqué de la insistente piratería, pero también describen la enorme dificultad de mantener, por no hablar de expandir, las fronteras del imperio. Aquello era realmente muy costoso; por eso los buques de guerra estaban con frecuencia averiados e inútiles: “El clima tropical pudría las velas y jarcias y oxidaba los accesorios y anclas, y nada de todo aquello se podía sustituir con facilidad en las Antillas”.

[A comienzos del siglo XIX, en su balada a Robin Hood, el poeta John Keats escribía:


Y si Robin se levantara de su tumba
Cubierta de césped, y si Marian
Volviera aún a los días del bosque.
Ella querría llorar y él volverse loco;
Maldeciría porque todos los robles
Fueron derribados por los astilleros
Y hoy se pudren en los mares salados


El costo de las campañas militares y la colonización transoceánica lo pagaron los bosques europeos, prácticamente arrasados entre los siglos XVI y XIX. La leyenda indica que una ardilla podía atravesar Europa de norte a sur, sin bajar de los árboles, antes de ese período.]

Ante las condiciones del trabajo y la milicia navales, no resulta raro que jóvenes marinos como Samuel Bellamy, Charles Vane y Edward Thatch contemplasen a Henry Avery como un héroe, dice el libro de Woodard. Avery amotinó una flota corsaria inglesa anclada en La Coruña y se lanzó a la piratería en el Índico a fines del siglo XVII. Los otros tres fueron los principales jefes piratas de Centroamérica en el siglo XVIII. Thatch no es otro que el legendario Barbanegra, que castigó las colonias españolas tanto como las inglesas. Bellamy quería ser conocido como Robin Hood del mar, aunque no consta que haya entregado nada a los pobres; murió en un naufragio bien al norte del Caribe, frente a las costas de Massachussetts. Vane fue el postrero defensor de una comunidad de piratas en las Bahamas.

Otro dato importa para comprender el pillaje en las aguas que Inglaterra disputaba con España, y aun en sus propias colonias de América del Norte.

Desde el siglo XVI, Inglaterra había utilizado las patentes de corso para sabotear al comercio español en el nuevo mundo. Durante el reinado de Isabel I, la época de Shakespeare, descollaron corsarios como Francis Drake y Walter Raleigh, ambos nombrados caballeros. Raleigh fue el fundador de la colonia de Virginia en Norteamérica; Drake, campeón de la batalla en el Canal de la Mancha en la que cayó la Armada Invencible española. El mundo se había globalizado por primera vez, y en tanto Inglaterra, España, Francia y Holanda se trenzaban entre sí en una guerra tras otra en territorio europeo, una vasta zona emergía pletórica de riquezas. Ese mundo fue entregado, por una bula papal y un tratado, a España y Portugal. España se negó a compartir el comercio con los nuevos territorios. El monopolio comercial fue una de las causas de aquella suerte de guerra de guerrillas naval que se prolongó tres siglos, en forma paralela a las guerras libradas en el Viejo Mundo, que a su vez devoraban las fortunas que producía América.

A mediados del siglo XVII, Oliver Cromwell -recuerda Earle - puso en marcha el plan conocido como Western Design (Designio del Oeste o de Indias) y estableció definitivamente una base en Jamaica, técnicamente territorio español. Desde mucho antes, las islas menores rebozaban de aventureros de todas las nacionalidades. En algunas había poblaciones inglesas, como por ejemplo en Barbados, Antigua y las Bahamas. La miríada de islas e islotes del Caribe era de imposible control para los españoles. El caso es que, negado durante algunos años, el corso volvió a surgir. Desde Jamaica, se emitieron patentes de corso, y uno de los principales beneficiarios de esas patentes (a veces legítimas, a veces adulteradas) fue Henry Morgan, el famoso salteador de Porbobello, Maracaibo y Panamá. En la siguiente guerra con los franceses y españoles, volvieron a emitirse decenas de patentes en Londres, incluso sin obligación de entregar un porcentaje del botín a la Corona. Si hasta comienzos del siglo XVIII el corso existía y España también, ¿por qué habría de abandonarse el sabotaje y saqueos en las Indias de occidente?, razonaron los ex corsarios y ex marinos de la Armada que además de sus ambiciones de riqueza continuaban alentando un odio real hacia los españoles. La política de hostigar el comercio de España con sus colonias se aplicó siempre o casi siempre. Había una razón logística: debilitar la principal fuente de recursos de un enemigo casi permanente. Fueron más bien pocos que muchos los momentos en que Inglaterra pretendió no utilizar el corso, y cuando la Corona lo descartaba, los gobernadores coloniales lo volvían a usar. Una y otra vez Port Royal en Jamaica fue punto de encuentro y residencia de piratas o corsarios, según soplaran los vientos de la política global. El hecho es que el corso lleva encapsulada la piratería, por no decir sencillamente que es piratería de Estado. Sin la protección de esa cápsula legal, devino en la segunda década del siglo XVIII en liso y llano bandidaje marítimo. Entonces se estableció en Bahamas y convirtió el puerto de Nassau en lo que Woodard llama “república pirata”.

Es cierto: la denominación es fantasiosa, incorrecta, a Earle debe disgustarle con justo motivo. La deteriorada base de Nassau, semidestruida por ataques españoles y franceses, no fue más que un gran campamento de lonas y palmas en la playa, en el que los piratas bebían, fornicaban con un batallón de prostitutas y dormían cuando no estaban en el mar. En los apenas seis años que duró la “edad dorada” de la piratería (entre 1714 y 1720), nunca llegaron a reparar del todo el antiguo fuerte del puerto, que se caía a pedazos. Pero tenían -insistentemente lo documenta Woodard- un sistema de decisión por asambleas, tanto cuando estaban en tierra como cuando navegaban. Lo hacían en naves livianas, balandras de un solo palo y de no más de 40 toneladas, que jamás hubieran podido enfrentar a los galeones españoles que transportaban el oro y la plata de las Indias occidentales: fortalezas flotantes de 2.000 toneladas y hasta 100 cañones que viajaban en escuadras. La piratería se ejerció sobre el tráfico local, los navíos que llevaban mercancías y eventualmente dinero de un puerto a otro en el Caribe y en América del Norte. La mercancía era vendida a contrabandistas de las colonias inglesas norteñas. En toda la historia de la colonización de América, los ingleses apenas pudieron atrapar uno -y no el más grande- de los galeones españoles, de 700 toneladas.

Los finales del siglo XVII y los comienzos del siglo XVIII fueron años de transición, ricos en datos que el libro de Woodard documenta.

En primer lugar, se produce el debate acerca de si se debían atacar navíos ingleses. El que llegaría a ser caudillo indiscutido de la “república” de Nassau, y luego perseguidor de piratas, Benjamín Hornigold, cuyo segundo era Barbanegra, se negó a atacar barcos de la corona británica. Otros caudillos piratas, como Charles Vane y Samuel Bellamy, sí lo hicieron. Cuando Barbanegra se apartó de la tutela de Hornigold, a su vez adoptó idéntico temperamento. Pero había tal vez un motivo político para que lo hiciera: el ocaso de los Estuardo y la llegada al trono de Jorge I, de la casa alemana de Hanover, que pareció no gustarle.

Alto, moreno, de barba retinta, Ed Thatch, “Barbanegra”, cimentó la figura internacional del capitán pirata desde aquella época y para siempre. Tanto el capitán Garfio como Jack Sparrow pueden considerarse copias exteriores o caracterológicas de Thatch.

El terror gestual era el arma infalible de los piratas del Caribe, y Barbanegra lo cultivó con refinamiento. Si a los piratas les bastaba con gritar, aullar, enarbolar sus sables y pistolas en cubierta, vestidos con ropas caras y extravagantes o semidesnudos, para lograr que los barcos comerciales se rindieran sin disparar un tiro, Thatch sumó a esto una cuidadosa presentación personal. En su camarote, como si fuese éste un camarín teatral, se ataviaba, antes del asalto, con una casaca roja, seis pares de pistolas cruzadas en sus fundas sobre el pecho y un enredo de mechas de cañón encendidas colgando de su sombrero y de sus cabellos, de forma que aparecía con la cabeza rodeada de un halo de humo y de fuego en cuyo centro refulgían unos ojos oscuros al parecer temibles.

El primer navío de Barbanegra fue bautizado con una toma de posición política: se llamó La Revancha de la Reina Ana. La reina, de la casa de los Estuardo, había muerto en 1714 sin descendencia. Su hermanastro Jacobo no pudo ascender al trono porque era católico, y desde 1701 ningún católico podía sentarse allí. De manera que un primo segundo de Ana, el alemán Georg Ludwig, fue coronado como Jorge I. Barbanegra, como muchos otros piratas, seguía siendo partidario de los Estuardo, es decir, de una familia de Inglaterra. Su ex capitán, Hornigold, también. Varios jefes piratas llegaron incluso a conspirar con los “jacobitas” de la metrópolis a través de sus contactos con el gobernador de Jamaica, Archibald Hamilton, y poco importaba que Jacobo fuera católico (lo que, de paso, indica que para algunos piratas el hecho de que los españoles lo fueran no era el motivo principal de su odio o desprecio hacia ellos). El propio Vane, el último defensor de Nassau, que profesaba un odio anarquista hacia el Estado, dio su apoyo a aquella fracasada conspiración jacobita.

Barbanegra, asentado como pirata y colono en Carolina del Sur, con la complicidad del gobernador y el juez local, murió en el mar, cuando atacó un navío inglés de Virginia que lo perseguía (y que no era un navío de la Armada). Resultó una trampa, porque parte de la tripulación estaba escondida y cayó sobre los piratas cuando éstos abordaron, después de un fortísimo cañoneo. La cabeza de Barbanegra fue exhibida en Virginia; su cuerpo, despedazado y arrojado al mar en el lugar del combate. Su primer barco se había llamado La Revancha de la Reina Ana, el último había sido bautizado significativamente como Aventura.

Vane atacó los barcos del nuevo gobernador de Nassau, Woodes Rogers, quien tenía permiso real para establecer una “compañía” en las Bahamas y otorgar perdones a los piratas. Vane no quiso el indulto, combatió, perdió y pereció ahorcado en Jamaica. Junto con él, fue ejecutado su ex segundo, John “Calicó Jack” Rackham, apresado en el golfo de México (uno fue atrapado por los hombres de Rogers, el otro por corsarios: la Armada tampoco pudo anotarse el triunfo). La última sombra de la piratería inglesa en el Caribe se hundió precisamente en la sombra de la historia. Fue una mujer, Anne Bonny, hija de un colono de Carolina y ex prostituta de Nassau, compañera de Rackham. Capturada junto con él y otra pirata, Mary Read, se libró de la horca porque estaba embarazada, y no hubo más registros de ella. Se ignora cómo salió de la cárcel. Mary, en cambio, que también estaba encinta y tampoco pudo ser ahorcada, murió de “fiebres” en prisión.

Los británicos calculaban que los piratas del mundo sumaban más de 2.000 en 1716. En 1725, abatida la “república”, quedaban apenas un par de centenares de aquellos aventureros, producto del imperio al que alternativamente sirvieron y atacaron. A su modo, vivieron y murieron como navegantes, como audaces soldados y como ingleses.

Jorge Aulicino

Revista Ñ, 2008


Ilustración: Edward Thatch, Barbanegra, Hulton Archive/Getty Image

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